lunes, 31 de agosto de 2015

El capricho de la genética.


Tal vez se parezcan a nosotros. En sus rasgos se reflejan los nuestros, unidos, como por un prodigio, a los de las personas que hemos amado. En sus gestos, en su mímica, nos reconocemos a nosotros mismos con deleite, y a veces también con angustia. Los amigos nos confirman que nuestros hijos e hijas parecen hechos según el modelo de nuestro rostro. Todo esto nos garantiza cierta prolongación de nosotros mismos cuando ya no estemos.

Pero nosotros no somos el modelo a partir del que se han elaborado las copias ulteriores, sino tan sólo una quimera, construida a medias con los rasgos interiores y exteriores de nuestros padres y madres, quienes a su vez lo fueron a partir de sus respectivos progenitores. ¿No es verdad, entonces, que no tenemos  nada que nos sea propio, que somos el resultado de una interminable mezcla de piezas de mosaico que existen con independencia de nosotros y que se combinan en una miríada de estampas casuales que, a su vez, tampoco poseen ningún valor propio y al instante se vuelven a descomponer?
¿Merece la pena, pues, que nos sintamos orgullosos cada vez que descubrimos en nuestros hijos un lunar o un hoyuelo que consideramos nuestro, pero que en realidad ha viajado por millares de cuerpos a lo largo de medio millón de años?

¿Qué va a quedar de mí?

  Con este párrafo del libro Metro 2034 de Dmitry Glukhovsky me puse a pensar, a darle vueltas a ésto de la genética y cuan caprichosa puede ser.

 El otro día, con la familia, salio un poco la conversación, y la Mamá Moderna recordaba aquello que le gustaría para el pequeñín que aún estaba por venir. "Me conformo con que saque mío los ojos y que sea una nena, (por aquel entonces no sabíamos el sexo) lo demás que se parezca a su padre".

 Pues un tiempo después nacía un bebé varón, clavado a su madre excepto el pelo que lo tenía oscuro. Además si lo juntabas con una foto de bebes de Mamá M. y una foto del abuelo eran los tres idénticos, alguna diferencia habría pero era mínima.

 Pasado un año el Pequeño Cavernícola ya ha cambiado un poco, esto es, sigue siendo clavado a su madre excepto lo que ella quería que se le pareciera. Le han cambiado los ojos que aunque no los tiene como yo sí que se le parecen (sobretodo en las ojeras) y que es un chico (eso ya dudo que cambie). La nariz también le ha cambiado y ahora la tiene más parecida a mí, y el pelo le ha clareado tirando al rubio finito pero duro, aún así a nadie se le pasa desapercibido la similitud con mamá.

 Luego está el tema del carácter en el que parece ser que también ha salido a su madre, hasta en despertarse de mala leche de las siestas (por la mañana ya es según le pille...). Como curiosidad tiene la misma manía que tiene el Papá Cavernícola y es que los dos nos pegamos pellizquitos en las piernas, es una gran curiosidad.

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